Santa Fe. Las misas oficiadas cada dos horas y la procesión vespertina en honor a San Cayetano, santo patrono del trabajo, cuya festividad se celebra en esta fecha, ocuparon a casi todos sus habitantes –sin distingos de clases sociales– durante gran parte de la jornada. Por la noche, la temperatura descendió aún más y, encima, la fuerte lluvia que, proveniente del sur, comenzó a empapar algunos rincones de uno de los muy humildes ranchos –de los exactamente 12– que componían el barrio La Flecha, situado en la periferia del pueblo, a casi 20 cuadras al sur de la plaza principal, la hacía más desapacible aún.
Todas las familias de la zona tenían un denominador común: eran muy pobres, con sus múltiples carencias potenciadas por la falta de trabajos fijos y, además, numerosas, donde para varios de sus miembros era un auténtico lujo comer todos los días. El rancho en cuestión era de cuatro habitaciones unidas por un alero, con techo a dos aguas de paja brava, armazón de madera de la isla y las paredes, de paja recubierta de barro y con lonas interiores que hacían de separadores de las piezas.
Pero, en el interior del mismo, la preocupación no eran la lluvia –y tampoco las goteras, ya que un par de ollas y baldes alcanzaban para mantenerlas a raya– y ni siquiera el frío reinante. Es más, Amalia Ledesma de Monzón –con 32 años y 28 días–, muy transpirada, no lo sentía, ya que estaba en pleno trabajo de parto de su octavo hijo, el que estaba próximo a nacer. Se encontraba acostada en el piso de tierra de su pieza, sobre una colcha que algunas vecinas –las que, solícitas y diligentes, se acercaron para ayudar en lo que fuera necesario– habían colocado debajo de ella.
Por esos años, así parían a sus hijos muchísimas mujeres, tanto las humildes como las de más elevada posición social. Es que el colchón de la cama, por más buena calidad que tuviera (aunque no era el caso del de los Monzón), se hundía y no permitía que la parturienta pudiera hacer fuerza correctamente, desperdiciando energías. En cambio, en el suelo duro y bien apisonado –como el del rancho donde vivía Amalia con su marido, Roque, y sus otros siete hijos– el parto se facilitaba.
Las previsiones fueron las comunes para esa época. Los dos braseros que poseían los Monzón fueron abastecidos con leña y carbón –el que Roque conseguía en la estación de ferrocarril del pueblo– y, sobre los mismos, sendas ollas con agua caliente esperaban el nacimiento para que la comadrona lavara al bebé y luego lo vistiera y abrigara para darle y mantener el máximo de calor posible. Eran cerca de las 22 y tras muy pocos minutos de esfuerzo de Amalia, en los que no hubo ningún tipo de complicación, nació Carlos Monzón.
—¡Macho!—, dijo doña Norberta Flores, la partera que ayudó a Amalia a traer al mundo a su octavo hijo (el sexto varón y el tercero que nacía en San Javier), el que lloraba a más no poder.
—¡Qué largo es el guacho!—, acotó una de las vecinas, al ver la longitud de los brazos y piernas del recién nacido, de marcada tez cobriza y de pelo hirsuto y renegrido.
Pero doña Norberta, ajena a los comentarios de las características fisonómicas del recién llegado, continuó con su trabajo. Tomando la medida de cuatro dedos desde el ombligo, ató fuerte con hilo sisal y con un escalpelo (que había desinfectado hirviéndolo aunque, algunas veces, lo hacía mediante la limpieza con un algodón empapado en alcohol), cortó el cordón umbilical del bebé.
Doña Norberta, más conocida como la Abuela, tal como la llamaban todos –incluso Carlos lo haría en su infancia–, era la encargada de asistir a las madres en innumerables nacimientos en el San Javier de 1942. Ya había ayudado a Amalia cuando parió a Inocencio, Marta Elsa y Alcides René, los tres hijos que había alumbrado en este pueblo. Y no solo eso: la asistió también con los nacimientos de Elva Yolanda, Delia Beatriz y Edgardo Reyes, los tres que siguieron a Carlos. Es decir, fue la partera de los siete hermanos Monzón que vinieron al mundo en San Javier.
No lo hizo con los cuatro mayores –Zacarías, Nicéforo, Rosa y Rosendo Albino– ya que los tres primeros habían nacido en Saladero Cabal y el cuarto, en Colonia Macías, como así tampoco con Reynaldo Oscar y con Víctor Hugo, los más pequeños de los 13 hijos que conformaron la descendencia de Roque y Amalia, porque estos dos últimos nacieron en la ciudad de Santa Fe.
¿Y el padre? En oposición con supuestas historias oficiales, o notas exclusivas de algunas publicaciones amarillistas, con las que ciertas personas lucraron muy bien, Roque estuvo en el parto de Carlos y hasta ayudó a doña Norberta cuando esta le colocó una faja a Amalia. Después de conocer al recién llegado y sin importarle la lluvia ni el frío, se subió a su carro y se dirigió hacia el bar del pueblo donde, cumpliendo la histórica tradición de la familia, transmitida de generación en generación, repitió el ritual que practicó ante el nacimiento de cada uno de sus hijos: bebió hasta emborracharse o hasta que cerrara el boliche –lo que ocurriera primero– o, como sucedió en algunos casos, ambas a la vez. Nueve días después del nacimiento de Carlos, don Roque Monzón cumplió 38 años.
Según consta en el acta número 183 (ver foto), el nacimiento fue certificado por Enrique Rivas, jefe del Registro Civil de San Javier en 1942. Como primer hecho anecdótico, entre los incontables que signaron la azarosa vida del futuro monarca indiscutido de los medianos, se destaca que en la Libreta de Familia del matrimonio Monzón y en el espacio destinado a Nacimientos y Defunciones de sus Hijos, hay una enmienda en el del hijo VIII, que fue Carlos.
El sábado 29 de agosto, cuando tenía tres semanas y un día de vida, Carlos recibió el sacramento del bautismo. Se lo administró en la capilla de San Javier el padre Belicio Lorenzón, quien, luego de ordenarse sacerdote, ejerció su ministerio en Rafaela y tras su posterior traslado a la Costa, lo hizo durante 26 años en esa región. Los padrinos fueron Catalino Bazán y su esposa Antonia Maciel, vecinos de los Monzón.
Estas fueron las auténticas raíces de Carlos, quien atravesó una infancia con múltiples carencias y en la que debería salir a trabajar para poder comer, hasta que un día ingresó a un gimnasio de boxeo y su vida cambiaría para siempre. Solo Dios supo que 28 años y tres meses exactos después de su nacimiento, Escopeta tendría irremediablemente nocaut a Nino Benvenuti en Roma y, a partir de allí, el mundo conocería para siempre el apellido Monzón.
¡Felices 73 en el cielo, inolvidable campeón!
Por Julio M. Cantero - julio.cantero@uno.com.ar / Ovación UNO Santa Fe
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