lunes, 24 de octubre de 2016

EL INTERMINABLE BERNARD HOPKINS

A sus 51 años, el hombre que sobrevivió al gueto de Filadelfia y a la cárcel, colgará los guantes en diciembre. Se retira uno de los mejores púgiles de la historia.
El próximo 17 de diciembre, a tan sólo un mes de cumplir 52 años, en el mítico Forum de Inglewood, Bernard Hopkins se subirá al ring por última vez. Y lo hará enfrentándose a Joe Smith Jr, un peligroso rival, 24 años más joven que él, con un fantástico récord y que viene de obtener el triunfo más importante de su carrera. Fiel a su filosofía, nada de peritas en dulce. Dejará atrás 28 años de profesionalismo y una de las carreras más sobresalientes y asombrosas de la historia del boxeo.
Un caso realmente insólito de longevidad deportiva sin parangón. ¿Alguien es capaz de imaginarse a un cincuentón en la NBA, en la Liga de Campeones de fútbol o en un Grand Slam de tenis? Bernard Hopkins es 13 años mayor que Gianluigi Buffon y 11 años mayor que Dino Zoff cuando fue campeón mundial con Italia. Y son porteros, que en un jugador de campo esas edades serían inconcebibles. El camerunés Roger Milla jugó un Mundial con 42, casi diez menos de los que tiene ahora Bernard. Tiene 15 años más que Xavi Hernández, por poner otro ejemplo. Y eso es en una cancha, que envejecer en un ring es mucho más complicado y peligroso. “Ya me llamaban viejo cuando con 35 años noqueé a Félix Trinidad”, suele recordar Hopkins.
Está muy lejos de la figura decadente del boxeador que alarga su carrera en una cuesta abajo sin sentido. Al revés, él sigue siendo élite, uno de los mejores. Sin duda el que más sabe. Su físico es portentoso para su edad porque nunca ha dejado de entrenarse y cuidarse en todos los aspectos: ni drogas ni alcohol y una alimentación minuciosamente estudiada.
Su porte es de una innata elegancia, tanto en ropa deportiva como con sus trajes a medida. Cabeza afeitada y nariz picassiana, resultado de sus largos años ejerciendo la profesión de guerrero. Fuera del ring, sonríe y nos muestra el llamativo hueco entre sus incisivos centrales. Pero conserva una mirada que a día de hoy sigue reflejando un toque de tristeza a pesar de todo lo que ha llegado a conseguir. Una tristeza que se quedó ahí anclada los días en los que no se le conocía por su nombre, sino como el recluso Y4145 del penal de Graterford.
Lleva dos años sin subir al ring desde que perdió sus títulos ante el temible noqueador ruso Sergey Kovalev, que tan sólo pudo vencerle a los puntos. Y ahora ha decidido despedirse con otro complicado combate. No lo hace por dinero, que Hopkins ha ganado mucho y ha invertido bien. Además, tiene su futuro garantizado como parte de Golden Boy, la promotora de su amigo Óscar de la Hoya, al que, por cierto, Hopkins noqueó en su día con un tremendo zurdazo al hígado. Fue éste, en 2004, su último KO. Desde entonces, doblega a sus adversarios, más fuertes, más rápidos y más jóvenes que él, con su maestría y experiencia.
Hopkins es el boxeador que se ha proclamado campeón mundial con más edad, superando el récord del viejo George Foreman. Lo hizo con 46 años, cuando derrotó a Jean Pascal para hacerse con el campeonato mundial WBC del semipesado en 2011. Batió de nuevo su propio récord en 2013 con 48 años, un mes y 22 días, al derrotar a Tavoris Cloud por el título de la IBF. Su última defensa exitosa, en la que además se hizo también con el título de la WBA contando con 49 años, dando una lección de boxeo ante Beibut Shumenov.
Pero no sólo eso. El maestro de Filadelfia fue además campeón mundial unificado del peso medio. Reinó durante diez años, de 1995 a 2005, con 20 defensas del título, récord histórico en la categoría reina del boxeo, superando con creces las 14 del legendario Carlos Monzón. Campeón en dos pesos, a lo largo de su carrera ha derrotado a 16 campeones mundiales. Destaca que además acabó con la condición de invictos de boxeadores como Glen Johnson, Félix Trinidad o Kelly Pavlik. Su lugar en el Salón de la Fama del boxeo está garantizado y es, sin duda, uno de los más grandes maestros de la dulce ciencia de todos los tiempos.
CARNE DE CAÑÓN
No está nada mal para un producto del más duro gueto del norte de Filadelfia, ciudad de boxeo por antonomasia, nacido en una familia de ocho hermanos, a quien sus profesores le vaticinaron que no llegaría a cumplir los 18 años. Se equivocaron, aunque por escasos centímetros. Con 14 años le clavaron un picahielos que le perforó el pulmón y que estuvo muy cerca de alcanzarle el corazón. Un año más tarde, le clavaron un cuchillo por la espalda. Y no fue la última. Carne de cañón.
Primero, de niño, empezó prestando protección a quien lo requería, muchas veces a chicas o a sus compañeros más débiles si eran acosados. No lo hacía gratis, normalmente pedía a cambio un sándwich de mantequilla de cacahuete y plátano. Luego empezaron los líos. Le gustaba apostar y, ganase o perdiese, siempre volvía con dinero a casa. Si no llevas ropa buena y cadenas de oro, no eres nadie en el gueto. Robos, hurtos y otros delitos. Eso sí, siempre con sus códigos: jamás robó a una mujer y jamás disparó un arma. Sabía utilizar dos herramientas que tanto juego le darían mucho más tarde en el ring: la psicología y la intimidación.
Pero con 17 años, y más de 30 visitas a los juzgados, con nueve delitos, le condenaron a 18 años de prisión. En la cárcel de Graterford, Y4145 tuvo que convivir con violadores, pederastas, asesinos y mafiosos. Allí vio con sus propios ojos cómo un recluso asesinaba a otro con un punzón en una discusión por una cajetilla de tabaco. También allí, en el limitado tiempo que tenían para utilizar el teléfono, y con otro preso dándole palmadas en la espalda para que se diera prisa porque ya había rebasado su turno, su madre le comunicó que su hermano Michael estaba muerto. Le habían pegado un tiro por la espalda. Era el momento de cambiar.
Algo hizo clic dentro de la cabeza de Bernard. Empezó a estudiar y a leer. Tuvo la suerte de que la prisión en la que estaba internado era una de las seis que habían puesto en marcha un programa de boxeo. Bernard ya tenía alguna experiencia, aunque poco seria. Y al boxeo se aferró para no volver a torcerse. Este deporte y el Islam, religión a la que se convirtió estando preso, regirían su vida a partir de entonces y ya para siempre. La dedicación de Bernard por el boxeo fue completa. Sabía que era la mejor terapia para mantenerse sano física y mentalmente. Y empezó a dar sus frutos. En cuatro ocasiones consecutivas sería campeón penitenciario en el peso medio.
Tras sacarse un título escolar, y en parte gracias a sus éxitos como boxeador, Hopkins, con 23 años, salió finalmente de Graterford. Allí estuvo encerrado 56 meses, casi cinco años. Ahora, tenía que afrontar los nueve siguientes en libertad condicional, en los que sabía que el más mínimo desliz supondría volver a vivir entre rejas. “Seguro que muy pronto estarás de nuevo por aquí”, se despidió de él uno de los guardianes de la prisión. “No, aquí ya no vuelvo nunca más”, respondió Bernard.
Fuera, las cosas habían cambiado. La mayoría de sus colegas estaban muertos o encerrados. Tenía claro que no iba a volver a delinquir, pero el título que se había sacado en la cárcel tampoco daba para mucho. Su única vía de escape era el boxeo. Era la más lógica, además. Pero su debut en el boxeo rentado fue desastroso. A Bernard le pusieron frente a un boxeador de mayor experiencia y que era un semipesado, demasiado grande para él. Perdió por decisión mayoritaria. Salió defraudado consigo mismo y no volvería a subir a un ring hasta 18 meses más tarde.
CAMPEÓN DE LEYENDA
Fue a partir de ponerse a trabajar con el entrenador Bouie Fisher (años más tarde lo sustituiría su discípulo Naazim Richardson) cuando realmente la carrera de Hopkins despegó. Disputaría 49 combates consecutivos en los que tan sólo salió derrotado en una ocasión, a los puntos ante Roy Jones Jr la primera vez que disputó el Mundial. Reinó en el peso medio a los 30 años, y es el único boxeador que ha sido capaz de hacerse en una categoría con los cuatro títulos de las organizaciones más importantes. En total, 10 años de reinado con 20 defensas exitosas. Más que suficiente para ganarse su sitio entre los más grandes del boxeo.
Tras perder sus títulos en dos combates muy apretados ante el imbatido Jermain Taylor, daba la impresión de que Hopkins, con 40, se iba a retirar definitivamente. No fue así y de nuevo buscó el más difícil todavía. Subió de golpe dos categorías para buscar la gloria en el semipesado, categoría en la que, a pesar de dos derrotas por puntos ante Joe Calzaghe y Chad Dawson, también fue capaz de hacerse con los títulos de la WBC, la IBF y la WBA. El último de ellos, con 49 años.
AJEDREZ EN EL RING
Otro de los aspectos más llamativos de su longeva carrera es la manera en la que, con los años, Hopkins ha ido cambiando su estilo. En sus años de hegemonía en el peso medio, era un peligroso noqueador. Pero sobre todo a raíz de subir de categoría, y según sumaba años, el Ejecutor dio paso al Alien. Sabía que se enfrentaría a púgiles que le superaban físicamente en todo: más jóvenes, más rápidos, más fuertes. Pero no más inteligentes.
Ha sido siempre un maestro de los aspectos psicológicos de una batalla. En las presentaciones o en los pesajes, Hopkins manipula, toca, prueba, mide y busca dudas y debilidades en sus rivales. Es un estudioso de “El Arte de la Guerra” de Sun Tzu y aplica todos sus principios en el ring. Es un dominador de las artes perdidas del boxeo, de la finta, del engaño, de la provocación y del falso golpe. Es especialista en que los buenos parezcan malos, porque no les deja hacer lo que quieren hacer.
Sus rivales dudan. Si ven un hueco, no saben si es un descuido que pueden aprovechar o si es una trampa que les ha tendido el viejo zorro. Sabe fallar golpes a propósito para provocar la reacción y el movimiento deseado en su rival. Bernard es como el buen jugador de ajedrez, que cuando hace un movimiento lo hace previendo lo que va a pasar en los siguientes cinco o seis.
En Canadá, por ejemplo, la noche que conquistó el Mundial semipesado a los 46 años, Hopkins dominaba con su mejor boxeo al fortísimo Jean Pascal. Quería evitar que su rival albergase la esperanza de que, en los últimos rounds, el viejo retador se iba a cansar. Cuando iba a comenzar el séptimo asalto, el abuelo Hopkins esperaba en el centro del ring a su sorprendido oponente, 18 años más joven que él, mientras hacía flexiones de brazos.
En ocasiones, no siempre, dependiendo del estilo del rival, su boxeo provoca combates poco vistosos para el aficionado, que busca más la acción y la emoción que la maestría y el arte. Algunos de sus enfrentamientos fueron calificados de farragosos y aburridos. Incluso, en alguna ocasión, su boxeo ha provocado abucheos. Pero eso a Bernard no le influye: “Me da igual, soy de Filadelfia y he visto a gente abuchear hasta a Santa Claus”.
Tampoco, como Jack Dempsey, Fritzie Zivic o Harry Greb, tiene reparos en bordear el reglamento. Un cabezazo o un golpe bajo, aprovechando el lado ciego del árbitro, son recursos que ha utilizado en más de una ocasión. O como le confesaba al respecto al gran escritor Thomas Hauser, “hay un tiempo para ser humilde y un tiempo para la guerra. El boxeo no es una broma, es algo serio, una guerra. No estamos en la iglesia, estamos peleando”.
Ahora que se retira, seguirá vinculado al boxeo como parte de la promotora Golden Boy y continuará apareciendo como comentarista de televisión. Nadie hay capaz como Bernard de ver y entender todo lo que acontece en un ring. Podrá dedicar más tiempo a su mujer, Jeanette, y a sus tres hijos. Seguirá también, como hasta ahora, muy activo con obras sociales, charlas a jóvenes y visitas a hospitales, cooperando con organizaciones benéficas. Jamás ha olvidado de dónde procede. Bernard Hopkins es una figura que, por conocimientos y también como ejemplo de superación, el boxeo no puede desaprovechar.
El próximo 17 de diciembre se cerrará así una de las carreras más extraordinarias de la historia del deporte. Quiere irse a lo grande y promete buscar un triunfo por KO. Eso es casi ya lo de menos. Lo importante es que nos despedimos de una figura fantástica y, sobre todo, irrepetible.

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